Soy de los que creo que la espiritualidad original del ser humano fue animista, nacida del vínculo directo con la vida natural y sus ciclos. Desde los primeros asentamientos del Neolítico hasta los cazadores-recolectores del Paleolítico, la percepción de lo sagrado estuvo anclada en la experiencia viva del mundo: la luz solar que fecunda, la noche que devora, la Luna como símbolo de lo cíclico, la muerte, el brote, la carne y el hueso entregados a la tierra.

El primer malentendido al abordar la religión protoindoeuropea es aplicar categorías étnicas y geográficas modernas a pueblos antiguos. Se tiende a imaginar lo iranio con rasgos árabes, lo védico como indio actual, o lo anatolio con forma kurda o turca, cuando en realidad estos grupos eran étnicamente indoeuropeos y de fenotipo blanco. No es una afirmación ideológica, sino un dato histórico que trasciende narrativas políticas contemporáneas. Mi enfoque no responde a supremacismos, sino a la precisión cultural y ancestral.

Por eso, según comienzas a indagar y abrir la mente, terminas encontrando una profundidad especial en los himnos védicos, no por su antigüedad en sí, sino porque capturan con precisión simbólica esa sensibilidad primordial, ese lenguaje elemental que antecede a las grandes estructuras teológicas. Aun si surgieron en un momento posterior, la forma que adoptan conserva el pulso de lo originario, más que muchas formas religiosas actuales que han perdido el contacto con esa raíz vital.


Los himnos védicos son composiciones rituales de la antigua India que expresan una visión del mundo profundamente animista y simbólica. En este contexto, representan una de las formas más puras y antiguas del pensamiento espiritual indoeuropeo. Son cantos que conectan al ser humano con las fuerzas elementales del cosmos. Más que textos religiosos, son mapas poéticos de lo sagrado originario.

Desde mi propia visión —y es también una propuesta implícita en estas entradas del blog— los Vedas ofrecen una de las claves más nítidas para penetrar en el imaginario espiritual indoeuropeo original. A través de su estructura poética y ritual, trazan una cosmovisión que todavía resuena en múltiples formas de lo sagrado posteriores, incluso en doctrinas que se consideran ajenas.

De hecho, al observar cómo el cristianismo absorbió y adaptó elementos de religiones anteriores, se puede comprender mejor su estructura real si se estudia desde las huellas que dejó el paganismo.

Es cierto que mediante estudios comparativos, reconstrucción lingüística y arqueología religiosa, algunos especialistas han intentado delinear lo que podría haber sido la forma religiosa original de los pueblos indoeuropeos. De estas investigaciones emergen patrones recurrentes: la veneración de un Padre Celeste, la figura luminosa de la Diosa del Alba, el simbolismo solar y lunar, los dioses gemelos, serpientes, triadas, los relatos cosmogónicos ramificados y el Árbol que conecta todos los niveles del mundo.

Para quien desee comprender qué creían los antiguos, la mejor vía no es fijarse en lo que se les atribuye desde fuera, sino observar lo que las diversas religiones indoeuropeas —iranias, germánicas, eslavas, celtas, helénicas o anatolias— comparten en su núcleo estructural.

Los cruces culturales entre civilizaciones como Babilonia, Canaán, Egipto y los pueblos del Danubio no desvirtúan estas religiones, sino que las enriquecen. Negarlo sería olvidar que incluso las religiones abrahámicas se construyeron sobre cimientos más antiguos: el judaísmo tiene raíces cananeas y egipcias, el cristianismo se nutre de lo indoeuropeo, y el islam hereda todo eso filtrado.

Recuperar la memoria pagana no es nostalgia, es arqueología de la conciencia. Para redescubrir el espíritu de los antiguos, hay que excavar también dentro de las religiones que los sepultaron.