¿Y si la figura fundacional del budismo no fuera el noble cultivado que la tradición visual ha romantizado? Existen trazas léxicas, huellas culturales y fragmentos históricos que abren la posibilidad de que Gautama haya surgido de una estirpe esteparia, quizás de un grupo nómada habituado al desplazamiento, al habla frontal y al desdén por las jerarquías ritualizadas del sur sedentario.

En un diálogo antiguo, el Ambattha Sutta, se presenta a los clanes sakyas —grupo del que procedía el Buda— como individuos abruptos, poco dados a la cortesía y a menudo señalados por su orgullo. No es un perfil que remita a una clase refinada, sino a estructuras sociales endurecidas por el movimiento, por el conflicto y por la independencia. Lo que aquí se perfila es una tensión: el contraste entre lo estático del mundo védico y la crudeza de quienes vivían en el margen móvil de ese mundo.

Un elemento revelador lo ofrece el análisis del término duḥkha, usualmente vertido como “sufrimiento”, aunque su raíz técnica alude a una disfunción estructural en el eje de un vehículo, una imagen que remite menos a la filosofía que a la mecánica del desplazamiento: no es una pena abstracta, sino un mal encaje en la rueda de lo real. El dolor, así visto, es lo que impide avanzar sin fricción.

Esta lectura no está aislada. En himnos védicos antiguos —como el 8.91 del Ṛgveda— ya aparece la noción de purificación a través del yugo, de las ruedas, del eje forzado. Se trata de una violencia transformadora, no como castigo, sino como reestructuración del trayecto vital. Es el desajuste lo que inicia el proceso.

Autores como Christopher Beckwith han señalado las resonancias entre las lenguas y visiones del mundo propias de las culturas ecuestres indoeuropeas y ciertos gestos tempranos del budismo arcaico. Incluso rasgos fenotípicos marginales mencionados en los textos —como el color de ojos— podrían apuntar a un origen menos indio de lo que la tradición ha querido recordar.

Esta relectura no niega el budismo posterior, pero lo recontextualiza: lo que aquí se ofrece no es un escape del mundo, sino una ingeniería de lo vital. La rueda no es sólo símbolo espiritual: es objeto físico, y cuando no gira bien, vibra, se descentra, exige intervención.

La raíz del despertar. bʰewdʰ-

Hay una raíz ancestral, enterrada bajo capas de siglos y sílabas, que une a los pueblos indoeuropeos por una intuición común: despertar es más que abrir los ojos; es encender la conciencia. Esa raíz es bʰewdʰ-, un núcleo sonoro que ha germinado en lenguas separadas por miles de kilómetros, pero unidas por un mismo gesto interior: salir del sueño.

En el sánscrito, de ahí brota buddha, “el que ha salido del velo”, no sólo del sueño físico, sino de la ignorancia estructural. En los territorios eslavos, la misma raíz toma forma en verbos como buditi, donde el acto de despertar a otro aún conserva su carga original: hacerlo presente, devolverlo al mundo. En las lenguas germánicas, esa conciencia se vuelve mandato: beudaną, que en su devenir será bid o bieten, ya no sólo despierta: llama, convoca, ordena.

No es una casualidad lingüística: es una arqueología del sentido. En todas estas formas, bʰewdʰ- no remite a un simple cambio de estado, sino a un tránsito de la sombra a la atención, del sopor al filo. Y así como Buddha no es “el que duerme tranquilo”, sino el que rompió el hechizo, esta raíz nos recuerda que el conocimiento no es pasivo: es una irrupción, una alarma, una ruptura del automatismo.

Hablar, pedir, despertar, saber: en estas acciones resuena todavía el eco remoto de una misma raíz que no ha dejado de girar, como rueda que busca su centro.


Una vía indoeuropea: el budismo como disciplina del norte

⚒ Una vía indoeuropea: el budismo como disciplina del norte

La narrativa dominante ha colocado al budismo dentro del imaginario orientalista, como religión exótica, ajena al canon de pensamiento europeo. Pero al examinar sus capas más densas, lo que aparece no es una doctrina de evasión, sino una tecnología espiritual de estructura marcadamente indoeuropea.

El Buda no fue un devoto pasivo, sino un ejecutor de interioridad, alguien que operó sobre sí con la precisión de un asceta-guerrero. No rezaba, se reconfiguraba. No esperaba salvación, sino que la realizaba mediante procesos concretos de atención, disciplina y respiración. Esa actitud —transformación a través del esfuerzo y no por mandato divino— resuena con la matriz heroico-sacerdotal de múltiples pueblos indoeuropeos.

Para rastrear esta genealogía, hay que mirar hacia las culturas esteparias, donde los rituales eran acción, trance y purga. Beckwith propone una hipótesis escita para el germen budista, no como folclore, sino como estructura: un camino de combate interno que antecede al canon brahmánico.

Y es que términos como samyak-vāc, samyak-karmānta, samyak-smṛti no son meros mandamientos éticos: son módulos operativos que encarnan el ritmo justo del cosmos, comparable al ṛtá védico, al díkē helénico o al H₁r̥tós reconstruido. El Dharma no es otra cosa que una forma de estar alineado con el pulso del orden universal, y eso no se cree, se practica.

Y se practica con el cuerpo. No en la abstracción ni en la liturgia, sino en el gesto concreto: postura, repetición, silencio, calor interno. Despertar, aquí, no es una gracia caída del cielo, sino el fruto de un trabajo constante sobre uno mismo. El practicante arcaico no era un monje etéreo: era un sabio armado de voluntad. Uno que se niega a la entropía del mundo y, al hacerlo, deviene eje de sentido.


⟁ Conclusión:

El budismo original no surge para consolar, sino para confrontar.

No es religión de creencias, sino arquitectura de actos.

Y en su esqueleto profundo, late una estructura indoeuropea:

  • Por su ética del esfuerzo individual.
  • Por su lógica funcional tripartita.
  • Por su lealtad a un orden que no requiere altar, sino columna firme y mirada limpia.

Quien busca en el Buda a un salvador, se extravía.

Quien lo entiende como un hombre que se esculpió paso a paso, reconoce en él a un pariente de Aquiles, de Manu, de Indra, de Zarathustra, de Odín.