En la sociedad occidental moderna, solo una minoría de la población adulta mantiene una salud cardiometabólica óptima, mientras la obesidad continúa en aumento, incluso frente a las actuales guías alimentarias. Surge el debate sobre si es más sensato desatender estas directrices, especialmente cuando la evidencia que las sustenta es escasa y, a veces, se basa en suposiciones exageradas. No es descabellado pensar que ciertas recomendaciones podrían, paradójicamente, resultar perjudiciales. La insistencia en dietas predominantemente vegetales y la limitación del consumo de carne roja podrían implicar riesgos para la seguridad nutricional de poblaciones vulnerables, así como el incremento en el consumo de “alternativas” ultraprocesadas podría acarrear problemas de salud adicionales. Se aboga por una perspectiva más integral hacia la nutrición, que priorice el retorno a lo esencial en la alimentación para rediseñar lo que entendemos por dietas saludables. Es crucial, además, trabajar en disminuir el consumo de productos ultraprocesados, identificados como uno de los principales factores modificables en la prevención de enfermedades no transmisibles.

Este análisis contempla cuatro aspectos fundamentales:

  • La crisis actual en salud pública y los fallos en la orientación nutricional.
  • Los peligros de seguir rigurosamente consejos no siempre beneficiosos.
  • El uso del nutricionismo como justificación para el consumo de productos ultraprocesados.
  • Cómo mejor la situación

Texto original e ideas desde: https://aleph-2020.blogspot.com/2019/05/conclusions.html

La crisis actual en salud pública y los fallos en la orientación nutricional.

La crisis actual en salud pública y la controversia en torno al asesoramiento nutricional son evidentes a nivel global. En Estados Unidos -pero extrapolable a modo global, apenas un pequeño porcentaje de adultos alcanza un estado óptimo de salud cardiometabólica, con la prevalencia de sobrepeso y obesidad afectando a la mayoría de la población. Este patrón se repite en otras naciones occidentales, donde la obesidad abdominal en adultos mayores y el elevado riesgo cardiometabólico son preocupantemente comunes. Las políticas de nutrición pública y las recomendaciones dietéticas han sido objeto de críticas por su falta de eficacia, evidencia y rigor científico. La epidemiología nutricional, encargada de estudiar la relación entre dieta y enfermedades crónicas, ha sido cuestionada por generar conclusiones poco realistas y sobrestimar las evidencias. Hay voces que sugieren que las guías dietéticas vigentes deberían ser descartadas ante la insuficiencia de pruebas concluyentes. Además, la estrategia preventiva en nutrición de salud pública ha sido tildada de pretenciosa, agresiva y autoritaria.

En Estados Unidos, el panorama de la salud cardiometabólica es alarmante, con solo entre el 7% [O’Hearn et al. 2022] y el 12% [Araújo et al. 2019] de los adultos disfrutando de un estado óptimo. La prevalencia del sobrepeso y la obesidad afecta a dos tercios de la población [Fryar et al. 2020], anticipándose que para 2030, la mitad de la población estadounidense será obesa y un cuarto sufrirá de obesidad severa [Ward et al. 2019]. Este desafío no es exclusivo de Estados Unidos; en Irlanda, más del 80% de los adultos mayores padecen de obesidad abdominal y más de la mitad enfrentan un alto riesgo cardiometabólico [FSA Ireland 2021]. La situación global refleja un aumento alarmante en enfermedades crónicas y deficiencias nutricionales, resaltando la necesidad urgente de un cambio dietético [Nelson et al. 2018]. A pesar de la implementación de pautas dietéticas hace décadas, su eficacia es cuestionable. La persistencia de estas estadísticas sugiere que las estrategias actuales no son suficientes, señalando la necesidad de repensar y renovar las políticas dietéticas vigentes.

La manera en que los Estados Unidos ha abordado los consejos dietéticos desde los años 80 ha sido objeto de críticas serias por ser considerada “poco confiable” y carente de evidencia sólida [Guyatt 2019; Johnston 2019]. La investigación en epidemiología nutricional ha sido señalada por sacar conclusiones poco realistas y por sobreestimar la evidencia relacionada con las enfermedades crónicas no transmisibles (ECN) [Cofield et al. 2010; Schoenfeld y Ioannidis 2013; Ioannidis 2018]. Esta situación ha llevado a cuestionamientos sobre si los consejos dietéticos actuales reflejan más una perspectiva de clase, representando lo que grupos específicos (profesionales blancos, educados y de clase media) consideran una “dieta saludable”, más que una guía basada en evidencia científica [Hite 2018].

para personas con enfermedad del hígado graso no alcohólico, un alto consumo de frutas podría agravar problemas como la esteatosis y la dislipidemia [Alami et al. 2022], mientras que en casos de colitis, podría argumentarse a favor de dietas bajas en fibra [Kuffa et al. 2023]. Este enfoque subraya la importancia de personalizar la nutrición basándose en un entendimiento integral tanto de los alimentos como de las necesidades de salud individuales.

La nutrición preventiva de salud pública ha sido descrita como arrogante por su naturaleza agresivamente asertiva, su presunción de beneficencia, y su actitud autoritaria hacia aquellos que cuestionan sus recomendaciones [Sackett, 2002].

Las pautas dietéticas han sido criticadas por ofrecer opiniones más que datos concretos sobre la relación entre la dieta y las enfermedades crónicas, llevando a algunos a sugerir que sería más sensato ignorarlas [Marantz et al. 2008]. Este panorama resalta la necesidad de una revisión profunda en la forma en que se construyen y aplican los consejos dietéticos, buscando fundamentos basados en evidencia robusta y relevante para toda la población.

Los peligros de seguir rigurosamente consejos no siempre beneficiosos.

Las afirmaciones exageradas en nutrición han inflado el valor de restringir ácidos grasos saturados y el sodio, así como los supuestos beneficios protectores de contar calorías, seguir una dieta mediterránea, consumir frutas y verduras, cereales integrales y fibra, aumentar la ingesta de antioxidantes, o incorporar más grasas poliinsaturadas. Estas recomendaciones, ampliamente promovidas en estudios como los de Graudal et al. (2017, 2018), Mente et al. (2021), y Ezekowitz et al. (2022) para el sodio, y una variedad de investigaciones para otros elementos dietéticos (Fernandes et al. 2019 para calorías; Rees et al. 2019 para la dieta mediterránea; múltiples estudios desde Young et al. (2002) hasta Alami et al. (2022) para frutas y verduras; y desde Ho et al. (2012) hasta Sadeghi et al. (2020) para cereales integrales y fibra, entre otros), han sido cuestionadas por la falta de efectos significativos o por ser beneficios menores en el marco de las dietas y estilos de vida occidentales. La crítica radica en la posibilidad de que estos consejos no sean tan transformadores como se prometen, llamando a una revisión de las estrategias nutricionales actuales.

La enfática recomendación de limitar los ácidos grasos saturados y seguir una dieta predominantemente “basada en plantas” podría acarrear riesgos no previstos, especialmente para ciertos grupos vulnerables. Esta tendencia puede desembocar en regímenes alimenticios excesivamente restrictivos, problema que se agrava si existen alergias alimentarias que demandan restricciones adicionales [Protudjer & Mikkelsen 2020]. El incremento en el consumo de “alternativas a las proteínas” también puede conllevar a una ingesta elevada de contaminantes procedentes de los procesos de manufactura y de compuestos antinutricionales [Banach et al. 2022], así como a una dieta más rica en alimentos ultraprocesados [Gehring et al. 2021].

Un estudio en Brasil mostró que el cambio hacia una dieta rica en alimentos ultraprocesados está directamente relacionado con un aumento en las emisiones de gases de efecto invernadero y la huella hídrica, a diferencia de los alimentos no procesados o mínimamente procesados, que no mostraron cambios significativos en estos indicadores ambientales [da Silva et al. 2021].

Ha surgido inquietud específica respecto a la ingesta de ciertos vegetales o algas y sus derivados que, si no se someten a tratamientos culinarios apropiados, pueden ser perjudiciales. Un ejemplo es la importancia de cocer adecuadamente los frijoles rojos para evitar problemas de salud [Food Safety News 2021]. En consecuencia, aunque la intención de adoptar una alimentación más vegetal es loable, es crucial proceder con un enfoque equilibrado y consciente de las posibles implicaciones para garantizar que no se comprometa la nutrición ni la salud de los individuos más susceptibles.

La transición hacia dietas extremadamente centradas en lo vegetal puede llevar, en algunos casos, a un aumento en el consumo de elementos perjudiciales para la salud. Esto incluye un exceso de azúcares que favorecen la caries, cantidades elevadas de fructosa, cereales que pueden estar contaminados con micotoxinas, así como la exposición a químicos tóxicos, metales pesados, residuos de pesticidas, toxinas vegetales, y factores antinutricionales. Además, el consumo de fitoestrógenos, alérgenos presentes incluso en legumbres cocidas, ácidos grasos omega-6 y sus productos de conversión tóxicos, y acrilamida, ha sido señalado como preocupante por numerosos estudios.

Particularmente, dietas muy bajas en grasas pero altas en fibra pueden resultar en molestias digestivas como flatulencias. Este conjunto de factores destaca la importancia de una selección cuidadosa de alimentos dentro de una dieta basada en plantas, asegurándose de que la nutrición sea equilibrada y no exponga al consumidor a riesgos innecesarios para su salud.

La preocupación en torno a ciertos aspectos de las dietas basadas en plantas varía en su gravedad, y en muchos casos, se apoya en investigaciones puntuales, modelos experimentales o evidencia no concluyente. Las conclusiones causales frecuentemente carecen de fundamentos sólidos y es crucial contextualizar los datos y someterlos a una evaluación de riesgos detallada. Claramente, los beneficios o perjuicios de las dietas vegetales dependen enormemente de la selección específica de alimentos [Satija et al. 2016; Kim et al. 2020; y otros estudios hasta Shen et al. 2024]. Asimismo, las condiciones de salud particulares de cada individuo juegan un papel decisivo. Por ejemplo, para personas con enfermedad del hígado graso no alcohólico, un alto consumo de frutas podría agravar problemas como la esteatosis y la dislipidemia [Alami et al. 2022], mientras que en casos de colitis, podría argumentarse a favor de dietas bajas en fibra [Kuffa et al. 2023]. Este enfoque enfatiza la importancia de personalizar la nutrición basándose en un entendimiento integral tanto de los alimentos como de las necesidades de salud individuales.

El uso del nutricionismo como justificación para el consumo de productos ultraprocesados.

Los sistemas de evaluación nutricional, destinados a determinar la calidad de los alimentos para etiquetados frontales y consejos dietéticos, a menudo pueden sobrevalorar los riesgos asociados con los alimentos de origen animal, mientras subestiman los peligros relacionados con los alimentos ultraprocesados (UPF). Esta situación ha sido aprovechada por las empresas alimentarias, que realizan reformulaciones superficiales de sus productos sin abordar los impactos reales de los UPF en la salud y el medio ambiente. Estos alimentos, predominantes en el mercado, se fabrican a partir de ingredientes económicos, procesados y refinados, careciendo de componentes frescos y completos. Su alta palatabilidad, reforzada por aditivos, fomenta hábitos de consumo excesivo y poco consciente.

Los UPF se promocionan intensivamente, empleando estrategias de marketing como el “lavado verde” y el “lavado nutricional” para generar demanda. Estos productos no solo desplazan a las comidas tradicionales, afectando la cohesión social, sino que impactan de manera desproporcionada a las comunidades de menores recursos, agravando las desigualdades en la nutrición. La presencia omnipresente de los UPF en las dietas modernas acentúa la necesidad de un enfoque crítico y consciente hacia nuestra alimentación y las prácticas de la industria alimentaria.

La tendencia a definir la salud alimentaria mediante un enfoque reduccionista, que se centra en nutrientes y alimentos individuales, ha llevado al fenómeno del nutricionismo y a la creación de agendas específicas, favoreciendo intereses particulares [Scrinis 2013; Leroy et al. 2022]. Este enfoque es promovido y exacerbado por la industria alimentaria, que se beneficia de esta metodología que prioriza el análisis fragmentado. Este camino ha desviado la atención de aspectos críticos como los ingredientes, aditivos y métodos de procesamiento implicados en la producción de alimentos ultraprocesados, al mismo tiempo que ha ocultado los determinantes sociales, comerciales y ecológicos más amplios de la alimentación y la salud [Scrinis 2020].

La influencia de los alimentos ultraprocesados no solo se siente en la salud humana, sino también en el medio ambiente. Estos productos tienen un impacto ambiental significativo en términos de emisiones de gases de efecto invernadero, consumo de agua y huella ecológica [Scott 2018; Fardet & Rock 2020; Seferidi et al. 2020; Anastasiou et al. 2022]. Un estudio en Brasil mostró que el cambio hacia una dieta rica en alimentos ultraprocesados está directamente relacionado con un aumento en las emisiones de gases de efecto invernadero y la huella hídrica, a diferencia de los alimentos no procesados o mínimamente procesados, que no mostraron cambios significativos en estos indicadores ambientales [da Silva et al. 2021]. Este análisis puntualiza la importancia de adoptar un enfoque más holístico en nuestras elecciones alimentarias, considerando tanto la salud como el impacto ambiental de lo que comemos.

Ha habido esfuerzos deliberados por corporaciones multinacionales y algunos investigadores para sembrar dudas sobre la categoría de alimentos ultraprocesados, intentando difuminar la distinción entre estos y los alimentos procesados en general, o criticando la categoría por su supuesta vaguedad. No obstante, el debate no debe centrarse únicamente en el nivel de procesamiento, ya que en ciertos contextos, este puede aportar beneficios. Es crucial reconocer que la baja calidad de los ingredientes utilizados en los alimentos ultraprocesados es un problema tan grave como el procesamiento en sí. Estos productos suelen estar hechos de una selección limitada de ingredientes baratos y altamente procesados, sin incluir elementos frescos y enteros.

Los alimentos ultraprocesados se caracterizan por una intensa “artificialización”, incluyendo un uso extensivo de aditivos como colorantes, saborizantes y emulsionantes. Fabricados por corporaciones transnacionales, están diseñados para ser convenientes, altamente palatables y económicos, a menudo a expensas de la calidad nutricional. Además, estos productos tienden a ignorar las señales naturales de saciedad del cuerpo, fomentando patrones de consumo problemáticos.

A nivel social, los alimentos ultraprocesados reemplazan las experiencias de comidas tradicionales por opciones preparadas y a menudo individualizadas, contribuyendo a una alimentación desatenta y a la fragmentación social. El uso de técnicas de marketing agresivas, junto con el greenwashing y el nutri-washing, buscan incrementar la demanda y establecer nuevas culturas alimentarias, al tiempo que se benefician de cadenas de suministro globales para minimizar costos y maximizar los residuos asociados con su embalaje y distribución. Esto fortalece la posición dominante de grandes corporaciones en detrimento de productores más pequeños y la calidad nutricional de la dieta global, evidenciado por el hecho de que una gran proporción de los productos de las mayores empresas alimentarias del mundo se consideran no saludables.

El consumo de alimentos ultraprocesados (UPF) y bebidas ultraprocesadas ha alcanzado cifras notables, con estimaciones que varían desde los 100 kg per cápita anuales en Europa Occidental hasta los 120 kg en América del Norte y Australasia. Además, las bebidas ultraprocesadas contribuyen con cantidades significativas al consumo total, siendo 180 kg en Europa Occidental y 120 kg en América del Norte y Australasia. La proporción de UPF en las dietas de adultos en países de altos ingresos fluctúa entre el 15% y el 60% de la ingesta calórica total, mientras que en Brasil se sitúa entre el 13% y el 21%. En Estados Unidos, más del 70% de los alimentos envasados corresponden a UPF, caracterizados por ser formulaciones industriales mayoritariamente derivadas de componentes extraídos de alimentos.

En países como Estados Unidos, el Reino Unido y Australia, los UPF constituyen entre el 70% y el 80% de la dieta del grupo de consumidores más alto de estos productos. De manera alarmante, los niños en países de habla inglesa obtienen ahora entre el 55% y el 65% de su energía de UPF, con patrones de consumo similares emergiendo en países de ingresos bajos y medios. El porcentaje de energía total consumida a partir de UPF por jóvenes estadounidenses aumentó del 61% al 67% entre 1999 y 2018. En Francia, la ingesta de UPF se estima en un 35% para los adultos y un 46% para los niños.

La expansión global de los UPF es impulsada por el marketing agresivo y la influencia en políticas públicas, ciencia y sociedad civil, empeorando la situación a nivel mundial. Esta tendencia afecta desproporcionadamente a los grupos socioeconómicos más bajos, exacerbando los problemas de nutrición desequilibrada y representando un desafío creciente para la salud pública y la equidad social.

Los Sistemas de Perfilado de Nutrientes (NPS) contribuyen a complicar aún más el panorama alimenticio, tendiendo a exagerar los riesgos asociados con los productos de origen animal (PPA) y a minimizar los riesgos vinculados a los alimentos ultraprocesados (UPF) [Ortenzi et al. 2022]. No es de extrañar que las grandes corporaciones alimentarias se hayan alineado rápidamente con estos enfoques centrados en nutrientes y el uso de etiquetados frontales como NutriScore o Health Stars [Nestlé 2020]. En España, por ejemplo, un estudio encontró que entre un cuarto y la mitad de los productos clasificados en las categorías más saludables A y B de NutriScore son, de hecho, UPF [Romero Ferreiro et al. 2021].

Estos modelos de etiquetado permiten a las corporaciones hacer ajustes menores en sus productos, tales como la reducción de sodio, azúcares, y grasas saturadas mediante el uso de sustitutos como edulcorantes artificiales y agentes texturizantes, o la adición de ingredientes considerados saludables, como fibra y vitaminas. Sin embargo, estas reformulaciones no necesariamente se traducen en una mejora real de la calidad nutricional de los alimentos y pueden no atenuar los efectos negativos de los UPF en la salud. De hecho, algunas intervenciones, como la adición de edulcorantes artificiales o emulsionantes, podrían tener efectos perjudiciales [Dalenberg et al. 2020; Debras et al. 2022; Suez et al. 2022].

La alteración de la matriz alimentaria a través del ultraprocesamiento plantea preocupaciones adicionales sobre la salud [Fardet 2016], sugiriendo que la estrategia de reformular productos UPF puede no ser suficiente para mitigar los riesgos asociados a su consumo. Esto pone de manifiesto la necesidad de una aproximación más integral que considere tanto la composición nutricional de los alimentos como los métodos de procesamiento y su impacto en la salud y el bienestar general.

En Francia, se ha descubierto que dos tercios de los alimentos industriales convencionales y la mitad de los productos etiquetados como orgánicos califican como ultraprocesados [Davidou et al. 2021]. Estos productos suelen contener ingredientes como aceites, extractos, almidones y azúcares refinados. Asimismo, el auge de los sustitutos de productos de origen animal “a base de plantas” ha sido capitalizado por grandes corporaciones alimentarias, a pesar de que muchos de estos productos son en realidad mezclas altamente procesadas [Bohrer 2019]. Estos alternativos suelen ser promocionados bajo el pretexto de beneficios para la “salud planetaria”, aplicando técnicas de greenwashing a productos que no son necesariamente mejores para la salud del consumidor ni para el medio ambiente.

Un estudio realizado con una cohorte francesa reveló que los vegetarianos y veganos, particularmente aquellos que adoptaron estas dietas recientemente, consumían más productos ultraprocesados en comparación con los carnívoros. Este aumento se debe principalmente al consumo de alimentos simulados [Gehring et al. 2021]. Este hallazgo remarca la importancia de distinguir entre alimentos basados en plantas naturales y enteros y sus contrapartes ultraprocesadas, especialmente para quienes buscan adoptar dietas vegetales por razones de salud o ambientales.

Cómo mejor la situación

Las políticas de salud futuras necesitan ampliar su visión más allá de la simple concentración en nutrientes o alimentos individuales, para abrazar una perspectiva más holística que contemple patrones dietéticos enteros y los determinantes sociales, comerciales y medioambientales que influyen en la salud. En lugar de adoptar estrategias rígidas y generales, redescubrir y valorar las tradiciones culinarias puede ofrecer caminos más personalizados y culturalmente resonantes hacia una alimentación saludable.

Especialmente, es crucial ejercer cautela con respecto a la “dieta occidental” moderna, que se caracteriza por un alto consumo de alimentos ultraprocesados (UPF). Estos alimentos deberían ser considerados como un objetivo prioritario en la prevención de enfermedades no transmisibles, incluyendo el cáncer colorrectal, dado que sus efectos perjudiciales son atribuibles no solo a su composición nutricional, sino también al proceso de ultraprocesamiento per se.

Una alimentación que asegure una ingesta adecuada de proteínas y micronutrientes esenciales también debe ser central en las iniciativas de salud pública, con el objetivo de superar las carencias nutricionales que aún afectan a poblaciones en todo el mundo. Esta estrategia más integradora y flexible podría servir mejor a las comunidades diversas, promoviendo la salud y el bienestar a través de prácticas alimenticias sostenibles y culturalmente pertinentes.

Las futuras políticas de salud deberían superar el enfoque exclusivo en las dimensiones dietéticas como los nutrientes, alimentos y patrones dietéticos, para abarcar también el impacto de los determinantes sociales, comerciales y ecológicos en la salud [Scrinis 2020]. Frente a visiones reduccionistas y verticalistas sobre lo que constituye una alimentación saludable, redescubrir las dietas ancestrales y los legados culinarios ofrece una perspectiva más enriquecedora y diversa. Esta aproximación no solo respeta las necesidades y preferencias individuales y culturales, sino que también promueve una amplia gama de opciones alimentarias sostenibles [Best & Ward 2020].

En contraste, la “dieta occidental”, una innovación relativamente reciente en nuestra historia alimentaria, se asocia a menudo con incrementos en el consumo de azúcar [Avena et al. 2008; Yang et al. 2014] y granos refinados [Swaminathan et al. 2021], elementos característicos de productos ricos en carbohidratos y grasas elaborados con aceites de semillas. Esta dieta, marcada por su novedad histórica, contrasta agudamente con los patrones alimenticios que nos sustentaron durante generaciones, y cuyos efectos sobre la salud pública han sido motivo de preocupación. Adoptar un enfoque más integrador y consciente de la alimentación, que valore la diversidad y la tradición, puede ser clave para fomentar hábitos más saludables y sostenibles.

Para mejorar la salud pública, es esencial enfocarse en los factores dietéticos que inducen hiperinsulinemia, inflamación crónica y anomalías en el endotelio vascular. Estas condiciones, dada la solidez de su asociación con desórdenes metabólicos y el entendimiento de sus mecanismos, podrían no solo ser indicadores clave de las enfermedades modernas, sino también causas subyacentes de la disfunción metabólica. Investigaciones desde 1993 hasta 2023 [Kohrt et al., Bao et al., Wang et al., Rajendran et al., Chen et al., Tsoupras et al., Adeva-Andany et al., Global Cardiovascular Risk Consortium] han subrayado la importancia de estas respuestas metabólicas como centrales en el desarrollo de enfermedades crónicas. Además, se ha observado que estas condiciones pueden alterar el ‘punto de ajuste’ homeostático del peso corporal, incluso afectando los niveles de dopamina cerebral, lo que sugiere una conexión directa entre la dieta, la salud metabólica y el comportamiento alimentario [Darcey et al. 2023]. Estos hallazgos resaltan la necesidad de políticas y estrategias nutricionales que prioricen la prevención y el tratamiento de estos estados metabólicos adversos, buscando restaurar el equilibrio y la salud a largo plazo.

Aunque aún no se entiende completamente el impacto específico y causal de ciertos alimentos en la salud metabólica, es evidente que el consumo de alimentos ultraprocesados tiende a resultar en un mayor aporte energético y, consecuentemente, en un incremento del peso corporal en comparación con dietas basadas en alimentos no procesados [Hall et al. 2019]. Además, se ha demostrado que reducir la proporción de UPF en la dieta puede aliviar síntomas de depresión [Lane et al. 2023], lo que realza la relevancia de estos hallazgos en ensayos de intervención. Estas evidencias se suman a las preocupaciones crecientes acerca de los componentes y la composición bioquímica de los UPF [Fardet 2016], sugiriendo que un enfoque más natural y menos procesado en la alimentación podría ser fundamental para mejorar la salud metabólica y el bienestar general.

Los alimentos ultraprocesados se caracterizan por una intensa “artificialización”, incluyendo un uso extensivo de aditivos como colorantes, saborizantes y emulsionantes. Fabricados por corporaciones transnacionales, están diseñados para ser convenientes, altamente palatables y económicos, a menudo a expensas de la calidad nutricional. Además, estos productos tienden a ignorar las señales naturales de saciedad del cuerpo, fomentando patrones de consumo problemáticos.

Los alimentos ultraprocesados (UPF) emergen como un foco crítico para la prevención temprana de enfermedades no transmisibles, incluyendo el cáncer colorrectal y problemas de salud mental. Los daños asociados a la dieta occidental podrían derivar no tanto de su valor nutricional deficiente, sino más bien del proceso de ultraprocesamiento en sí, el cual afecta negativamente la matriz alimentaria, el microbioma intestinal y promueve hábitos de consumo adictivos.

La ingesta de UPF se asocia con una serie de efectos perjudiciales para la salud, incluyendo respuestas inflamatorias, denominadas “fiebre de la comida rápida”, una disminución en la ingesta de agua, y tendencias al sobrealimentación debido a texturas suaves que facilitan el consumo excesivo. Además, pueden alterar las respuestas glucémicas y aportar una carga significativa de aditivos artificiales, sustancias químicas neoformadas y contaminantes, como las sustancias que alteran el sistema endocrino presentes en los materiales de embalaje.

Especialmente, las alternativas de “carne” a base de plantas han mostrado en estudios con ratones impactos negativos en la función digestiva gastrointestinal y una menor digestibilidad en comparación con la carne auténtica. Esto reafirma la necesidad de un enfoque cuidadoso y crítico hacia los UPF, enfatizando la importancia de promover dietas basadas en alimentos frescos, mínimamente procesados, para mejorar la salud pública y prevenir una amplia gama de condiciones adversas.

Mientras se promueve la reducción del consumo de alimentos hiperpalatables y pobres en nutrientes, enfocarse en asegurar una nutrición esencial adecuada emerge como un pilar fundamental para la salud pública global. La prevalencia de deficiencias en proteínas y micronutrientes continúa siendo una preocupación crítica a nivel mundial, afectando tanto a países desarrollados como a aquellos en desarrollo [Bailey et al. 2015; Keats et al., 2019]. Asegurar una ingesta adecuada de proteínas, vitaminas y minerales constituye uno de los principales desafíos nutricionales que enfrentaremos a mitad de siglo [Medek et al. 2017; Nelson et al., 2018].

Las políticas de salud pública deben orientarse hacia estos retos, basándose en datos claros y precisos, y priorizar la promoción de dietas que cubran las necesidades nutricionales esenciales de la población. Esto implica ir más allá de los enfoques que se centran excesivamente en la relación entre la nutrición y las enfermedades crónicas, los cuales a menudo se derivan de estudios epidemiológicos con limitaciones. Al colocar la nutrición esencial en el centro de las políticas de salud, se puede avanzar hacia el objetivo de mejorar el bienestar general y prevenir deficiencias nutricionales a nivel global.